jueves, 11 de junio de 2020

No es un mundo tan maravilloso, señor Armstrong


Estos días me he reconciliado con la música. Últimamente, cada vez que salía a dar un paseo solía escuchar algún podcast o audiolibro, por aquello de ser productivo, o de aprender algo nuevo, o por no tener la sensación de andar sin hacer nada más. Tonterías mías. Pero últimamente he recuperado algo que nunca debió irse de mi vida, ni siquiera un solo día: la música.

Es cierto que no toco ningún instrumento, y mi voz dista mucho de ser capaz de cantar algo medianamente decente, pero la música ha estado siempre conmigo como una amante generosa y comprensiva. Y no me daba cuenta de cuánto la necesitaba hasta que me he reencontrado con ella. La música es terapéutica, es catártica y es curativa, eso no lo dudéis nunca.

Oyendo mis canciones favoritas, he recordado tiempos más sencillos, en los que Queen, David Bowie, Alanis Morissette, ABBA, Elton John o las 4 Non Blondes me acompañaban para abstraerme y olvidarme de la selectividad, o de los exámenes, o me animaban mientras limpiaba la casa, o hacía ejercicio, o qué sé yo.


Pero esta vez ha sido Louis Armstrong quien ha despertado una bombillita en mí y me ha inspirado a escribir este texto. En la célebre “What a wonderful world”, Armstrong se maravilla de todas las cosas que le rodean, y agradece el estar vivo. Y, escuchándola y comparándolo con el mundo actual, no podía encontrarla más desoladora.

Siempre me ha gustado esa canción, me relaja, me anima y me hace soñar con una época en la que todo era más fácil, pero esta vez la he escuchado con un punto de amargura.

Señor Armstrong, si usted viese el mundo que tenemos en 2020, seguramente se echaría a llorar desconsoladamente.

Recuerdo cuando tenía 16 años. Un día debíamos llevar una canción al instituto para analizarla y estudiar su mensaje. Creo que era para clase de ética. Yo llevé “Imagine”. Me preguntaron si yo creía que un mundo como el que imaginaba John Lennon era posible. Yo, indudablemente, contesté que sí, y defendí enérgicamente mi postura. Ahora lo recuerdo con la perspectiva de los años y me doy cuenta de que la ingenuidad de mi juventud influyó mucho en esa respuesta. He comprendido con los años que eso de la hermandad y la fraternidad son solo cosas que existen sobre el papel.


Vivimos unos tiempos en los que la humanidad destruye el planeta sin contemplaciones, y así ha sido desde siempre, con la diferencia de que hace ya 40 años que nos vienen avisando de que es un desastre climático que deberíamos frenar como principal prioridad. No ya por nosotros, que nos lo merecemos como especie, sino por todas las criaturas y distintas formas de vida que albergan la Tierra y que sufrirán sin remedio el resultado de nuestra ineptitud.

También vivimos tiempos en los que el racismo está más presente que nunca. Por suerte, los movimientos sociales cada vez se están haciendo notar más, pero pensaba que en 2020 ya no tendríamos que preocuparnos por este tipo de desigualdades. Ya lo dijo Thomas Hobbes: el ser humano está en constante guerra, y cuando no hay un enemigo común, empezamos a pelear entre nosotros.

También vivimos tiempos en los que el ser humano ha demostrado ser egoísta, mezquino y miserable. Y el coronavirus no ha hecho sino quitarnos la máscara y dejar en evidencia nuestras carencias morales. No hablo de la clase política, sino de los ciudadanos. Esos que solo ven la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.

Porque es así. Si tú ves en las noticias que los miserables que adoptaron un perro cuando comenzó la pandemia lo han vuelto a abandonar meses después porque ya no lo necesitan, se te revuelven las tripas. Pero es como cuando en el colegio nos ponían mensajes y películas contra el bullying: Remueve las conciencias de las personas que no lo necesitan, porque ya están concienciadas; pero precisamente aquellos a los que debería ir dirigido ese mensaje hacen oídos sordos, como si la cosa no fuera con ellos. Eso es lo terrible: El gilipollas no sabe que es gilipollas, y nunca se dará por aludido ante los males de la sociedad que él provoca.

Echo de menos el pasado anterior a mi tiempo. Quiero volver a una época que jamás conocí y donde las personas eran amables, consideradas y, en definitiva, más humanas. Ya lo dijo Sabina: “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”.

Cuando pienso esto, también recuerdo “Medianoche en París”, una de mis películas favoritas y con la que me identifico mucho, y me consuela débilmente saber que no estoy solo. Es un sentimiento común en el ser humano esa insatisfacción constante con el presente, y esa mirada romantizada e idealizada a tiempos anteriores.

Pero, probablemente, si volviese atrás en el tiempo, comprobaría consternado que la mezquindad del ser humano tampoco es algo que hayamos inventado este siglo. Películas como “El gran carnaval” lo demuestran.

Hay una frase con la que me siento muy identificado. No está claro quién la pronunció. Se le atribuye a Groucho, a Mark Twain, a Lord Byron y a Diógenes entre otros, pero es irrelevante. Lo verdaderamente relevante es que sigue tan vigente hoy como el día que se enunció: “Cuanto más conozco al hombre, más quiero a mi perro”.

Gracias a Dios, Louis Arsmtrong, con su sonrisa contagiosa, su voz áspera y su alegre trompeta, contribuye, desde su inocente ingenuidad y aunque sea de manera platónica, a hacer de este un mundo mejor. Es la razón de ser de la música, del cine, de la literatura y de cualquier forma artística.

Acabaré con una cita de “Medianoche en París” que pronuncia una enorme Kathy Bates en los labios de Gertrude Stein: “Todos tememos a la muerte y cuestionamos nuestro lugar en el universo. La tarea del artista es no sucumbir al desespero, sino buscar un antídoto para el vacío de la existencia”.


lunes, 11 de mayo de 2020

Adiós, Milusín.

Lo malo de las decisiones es que solo las tomas una vez. No puedes arrepentirte, no puedes volver atrás y una vez que escoges un camino, debes vivir para siempre aceptando sus consecuencias.

Eso es lo que me pasó a mí el 13 de marzo, cuando se decretó el estado de alarma en España. Muchos huyeron de Madrid, contribuyendo con ese gesto a propagar el virus que debía mantenernos confinados, si decidíamos actuar con sensatez, responsabilidad y solidaridad.

Yo, como alicantino residente en Madrid, tuve muchas dudas durante ese 13 de marzo: ¿Debía volver a casa para estar con mi familia? ¿O debía quedarme en Madrid para no contribuir a extender este virus del que tan poco sabíamos? Al final, opté por lo segundo, y mi lado más pasional y familiar todavía no me ha perdonado esa decisión.

Hoy es 11 de mayo, y ya hace un mes que mi perrito Milú nos dejó. Fue el 11 de abril, y yo solo pude ser partícipe a través de las noticias que recibía de mi madre vía teléfono móvil.


Ha sido un mes en el que he sufrido este dolor de pérdida, este duelo por haber perdido a mi mejor amigo y por no haber estado allí, acompañándole en sus últimos meses.

Un mes en el que me he guardado ese dolor para mí y no he querido escribirlo porque, total, ¿a quién le importa? Quizás algunos le quiten importancia o me llamen desconsiderado. ¿Cómo puedo ser tan egoísta de sufrir por perder a una mascota cuando hay gente que no ha podido despedirse de algún familiar cercano que le ha arrebatado esta terrible pandemia que estamos viviendo?

Pues a esas personas les diría que el dolor no entiende de equilibrios, ni de perspectivas. No es comparable, ni opcional.

Es cierto que tengo 26 años y que todavía me quedan muchas cosas por vivir, pero no he sufrido un dolor comparable a ese pinchazo de pena que te atraviesa cuando pierdes un perro.

Ya lo viví y lo sufrí con Reina, la madre de Milú en 2015, pero ahora este dolor ha regresado con la marcha de Milú, quizá algo mitigado por encontrarme lejos y no haber visto cómo sufría sus últimos días, y cómo iba perdiendo las fuerzas.

Me apena, y me avergüenza, porque no hice todo lo posible por estar ahí, cuando de haber sido al contrario, él habría cruzado cielo y tierra por estar a mi lado.

Es cierto que hay que amar a un perro para entender el vacío tan grande que dejan cuando se van, y quien no lo ha experimentado, jamás podrá comprenderlo. Un perro jamás va a dedicarte las sobras de su tiempo, o va a tener otras prioridades antes que tú, o va a estar demasiado ocupado como para no prestarte atención. Un perro te lo da todo, con una fidelidad y una lealtad inquebrantables, y por eso su pérdida resuena en ti durante años, y quizá sea un vacío que nunca se vaya del todo.

Eso es lo que me pasa con Milú. Todavía sigo en Madrid, y temo el momento en el que vaya a casa, y no esté allí para recibirme. Antes venía corriendo a la puerta al verme, pero en los últimos años ya no escuchaba nada y recuerdo llegar de Madrid y encontrarlo durmiendo en su cuna. Entonces, me acercaba despacio y lo acariciaba suavemente para que notara mi presencia. Al verme, enloquecía de contento y se ponía a saltar, y a ladrar entusiasmado de verme allí, con él. Esa cojera que arrastraba desde cachorro no le impedía celebrar conmigo que volvíamos a estar juntos. Porque un perro te lo perdona todo, porque aunque estés un mes sin ir a casa, cuando regresas él no entiende de rencores ni de enfados y te da todo su amor como si estuvieras con él cada día.

Siempre recordaré cómo llegaste a casa, el más pequeño de la camada de cuatro perritos que tuvo Reina. Decidimos que sería una crueldad privarte de ella, así que fuiste el escogido para quedarte con tu madre mientras viviera y para formar parte de nuestra familia, a la que aportaste tanto. Era el año 2005, 27 de agosto, y tanto mi hermana como yo estábamos aquella noche de verano fuera, durmiendo en casa de mi tío Vicen. Afortunadamente, mi padre estuvo ahí para asistir a Reina en el parto y ayudarte a llegar a este mundo. Me apena no haber estado ahí para verte llegar a este mundo, pero me destroza completamente el no haber estado el día que te despediste de él.

Has sido un perro curioso con todo lo que te rodeaba, alegre y juguetón. Tu delgadez te daba un aspecto delicado, y tu pequeño tamaño te ha convertido en nuestro eterno bebé hasta el final.

Con pocos años tuviste que enfrentarte a una operación delicada en el fémur que te dejó la cojera que siempre arrastraste, pero eso no te impidió vivir la vida con plenitud y con valentía.

Reina cuidaba de todos nosotros, y tú eras su sombra. La acompañabas a todos lados. Siempre has necesitado una madre tras cuyas faldas podrías refugiarte, y cuando faltó Reina, mi madre se convirtió en la de ambos.


La gente que llegaba a casa se sorprendía de lo bueno y cariñoso que eras. Tan dulce y tan delicado, que disfrutabas mucho la compañía y que te hicieran caso.

Has sido un perro buenísimo, y recuerdo divertido cómo te poníamos un pañal para evitar que te hicieras pis en casa, lo cual te daba todavía más aspecto de bebé. También recuerdo cómo aprovechabas la mínima ocasión para hacerte con la comida que caía de nuestra mesa, o para pedirla con tus ojos más adorables y tu aullido más melancólico. Eso hizo que papá te llamase de manera anectótica "Carpanta".


Me gustaba aprovechar cada vez que estaba en Alicante para llevarte a dar esos largos paseos que tanto te gustaban. Y a partir de 2016, con la fiebre de Pokémon Go, eran auténticas aventuras en las que me acompañabas durante horas, sin perder nunca el entusiasmo ni la energía.


Luego llegó Khaleesi a casa, y te distanciaste un poco de nosotros. De repente, eras el príncipe destronado. ¿Quién era esa chihuahua entrometida y alborotadora y quién se había creído para apartarte de ese modo? Te recluías lejos de nosotros, dolido por ese nuevo miembro que hacía todo lo posible por captar nuestra atención. Pero tú seguías siendo nuestro bebé, e íbamos a buscarte. Y yo me sentaba en el suelo, junto a tu rincón, para acariciarte y que vieras que para mí nadie podría reemplazarte nunca.


Siempre te gustaron los paseos en coche. Especialmente, sacar la cabeza por la ventanilla con la lengua fuera y sentir la libertad y la velocidad.


Fueron muchas las noches de estudio las que me acompañaste y, aunque yo estuviera con los libros, querías subirte en mi regazo y tumbarte conmigo. Esa es una costumbre que nunca perdiste, y que seguías haciendo incluso cuando trabajaba desde el ordenador, y te tumbabas sobre mi brazo o mi pecho. Y yo prefería trabajar el doble de lento usando solo una mano antes que bajarte al suelo y perderme ese privilegio de haberme elegido.

También recuerdo cómo siempre, en la cama o el sofá, cada vez que me tumbaba, tú querías acompañarme, colocando tu pequeño cuerpo en ese hueco que te dejaba entre el brazo y mi cuerpo. Te enroscabas de una manera adorable, y cabías en cualquier sitio. Y nunca olvidaré cómo reclamabas la atención con ligeros toques que dabas en nuestros pies con tu patita, de una manera delicada, como cada vez que íbamos al campo, donde preferías pasar el día en brazos antes que en el suelo.


Has sido un perro muy querido, Milú, y jamás te olvidaremos, igual que jamás olvidamos a Reina, por todo lo que nos habéis enseñado sobre el amor, sobre la bondad y sobre nosotros mismos. Ha sido todo un honor haber compartido vuestras vidas con nosotros, y espero que tengáis un agradable viaje, y que podamos volver a vernos algún día, de la manera que sea. Ahora has partido, amigo. Y Tintín deberá continuar sin su Milú. Te quiero, y siempre te querré.


viernes, 6 de marzo de 2020

No estáis solas



Muchos hombres son unos cerdos. Eso es así. Es una realidad con la que llevamos conviviendo mucho tiempo. El problema no es que solo sean unos cerdos, sino que además son unos violadores, unos maltratadores y unos asesinos.

Esta es una lucha con la que vosotras habéis tenido que lidiar durante toda vuestra existencia, y ahora, afortunadamente, la sociedad está despertando y viendo sus errores. La marea violeta avanza, limpiando a su paso las injusticias del machismo tradicional imperante. Nos hemos dado cuenta de que es una lacra social, un problema que nos afecta a todos. Y, a pesar de que vosotras sois las que tenéis más que decir, y debéis alzar la voz de una manera clara y contundente, os garantizo que no estáis solas en esta lucha.

Ha costado muchos años que la sociedad entienda lo que significa ser feminista. Es algo tan sencillo como defender la igualdad entre todos los géneros y en todos los ámbitos de la vida. En mi opinión, en 2020 cualquiera con dos dedos de frente debería considerarse feminista. De lo contrario, estás defendiendo un sistema podrido, injusto, sesgado y opresor.


Las injusticias han estado normalizadas en la sociedad muchísimo tiempo, y hasta que no llega un avance, la gente no es consciente de todas las barbaridades que han tenido que tragar. Me gustaría que las generaciones futuras cuando estudiasen esta época, se refirieran a ella con admiración, satisfechos de los avances que logramos; y no con desconcierto, preguntándose cómo pudimos consentir ese tipo de situaciones.


Mucha gente dirá que yo no tengo derecho a hablar de feminismo por mi condición de hombre cisgénero blanco heterosexual. Yo no he vivido en mis carnes lo que supone pertenecer a un colectivo ninguneado, pisoteado o marginado. Pero tengo mis convicciones y mis ideales. No soporto las injusticias y me enseñaron de pequeño a distinguir entre lo que está bien y lo que está mal. Tan simple como eso. La empatía me permite ponerme en la piel de todas esas mujeres oprimidas, del mismo modo que, sin tener hijos, puedo empatizar con una pareja que haya sentido el dolor de perder a un hijo.


Igualmente, no necesito ser un árbol para que me duela ver bosques quemarse, o no necesito ser un perro o un toro para sufrir con el maltrato animal. Es fácil no ver las injusticias cuando un sistema injusto te beneficia.


Además, tengo la suerte de tener a mi alrededor muchas mujeres fuertes a las que quiero, que me inspiran y que me empujan a desear un mundo mejor en el que puedan sentirse libres, realizadas y seguras; y a aportar mi granito de arena en esta lucha que, como digo, nos afecta a todos y a todas.

Por mi carácter y mi forma de ser, siempre me he entendido mejor con las mujeres, con quienes realmente podía abrirme y ser yo mismo. Las conversaciones con vosotras siempre han sido mucho más profundas, sinceras y enriquecedoras que la superficialidad con la que, en general, se tiende a hablar “entre tíos”. No me malinterpretéis, tengo un puñado de buenos amigos con los que también he podido compartir mis inquietudes y hablar con franqueza, pero suele ser más habitual encontrar la comprensión, la empatía y el consuelo en el colectivo femenino.

De hecho, diría que siento envidia de la unión que las mujeres tenéis entre vosotras. Esa conexión instantánea: la sororidad, esa palabra maravillosa que ha conseguido mover montañas. Entre los hombres no existe esa sensación de unidad ni de apoyo incondicional. En nuestros tiempos y en según qué ambientes, siguen burlándose de un hombre cada vez que muestra abiertamente sus sentimientos. En muchas y terribles ocasiones, yo, como hombre, no me siento representado por mi género.

El problema de estos hombres que impiden el avance de la sociedad, de estos cavernícolas sin neuronas, viene desde lejos. Es cierto que, en la vida adulta, y con su fuerza bruta, son capaces de cometer actos terribles. Pero son los mismos que ya desde pequeños se creían con derecho a burlarse de un niño porque llevara gafas o a ridiculizar a un alumno solo porque se supiera la lección. Por eso, la educación desde pequeños es tan importante. Para evitar que los abusones del colegio se conviertan en las bestias del mañana.

Lo triste es que, no contentos con eso, el machismo se ha ido abriendo paso en las posiciones más altas del poder y de los negocios, y costará mucho arrancarlo de raíz. Ahí tenemos los ejemplos de Harvey Weinstein y de Plácido Domingo, que, desde una situación de poder, intimidaban, acosaban y aterrorizaban a un montón de mujeres, convencidos de que su posición les brindaría inmunidad. Afortunadamente, el merecido escarnio público al que han sido sometidos disuadirá a más de uno con las mismas intenciones.


Odio cuando, después de destaparse algún caso de escándalo sexual, se culpabiliza a la víctima. Ni la ropa, ni la actitud, ni nada justifican que un hombre agreda sexualmente a una mujer. Es algo que no me entra en la cabeza.

Hay muchas cosas que debemos cambiar, y estoy convencido de que, con la ayuda de todos, el cambio llegará tarde o temprano, como los dichosos techos de cristal, la equiparación de los salarios, la seguridad femenina en las calles, el machismo en el sistema judicial, miles de micromachismos existentes o las retrógradas medidas que toman los partidos absolutistas. Muchos se amparan en la tradición. Defienden que hay cosas que se han hecho así durante años, y las tradiciones son sagradas. Pero, amigos míos, si algo nos ha enseñado la historia es que hay determinadas tradiciones que hay que erradicar. Debemos adaptarnos al signo de nuestros tiempos, o de lo contrario seguiríamos viviendo en cuevas.

Sigamos luchando. No estáis solas.



jueves, 5 de marzo de 2020

En Abril ya es primavera

Han pasado ya tres años desde que conocí a Abril, y no ha salido de mi cabeza desde entonces.

Aquel día, yo estaba caminando nervioso por los pasillos del hospital. Mi mujer estaba dando a luz. Éramos padres primerizos y, a los 28 años, uno nunca está del todo seguro sobre si estará a la altura ante las sorpresas que te presenta la vida. Tampoco habíamos querido saber el sexo del bebé para que todo fuera más especial.

En cuanto ella se puso de parto, me sacaron de allí para que no incordiara, y estuve una hora y media caminando agitadamente por las distintas plantas y pasillos del hospital, consciente de que mi vida estaba a punto de cambiar por completo en cuanto me convirtiera en padre. Decidí calmarme un poco y me senté en la primera hilera de sillas que vi. Estaba tan ensimismado que no sabía ni en qué sala estaba, hasta que una dulce voz me sacó de mis pensamientos:

― ¡Calixto, estás aquí!

Ahí estaba Abril. En cuanto la vi, se me encogió el corazón. Lo primero que distinguí fue un pañuelo rosa con flores blancas que cubría su cabecita calva. Bajo el pañuelo, una niña sonriente de unos ocho años me miraba con curiosidad a través de sus ojos marrones sin cejas.

― Perdona, ¿cómo dices? ―le dediqué una torpe sonrisa.

Ella señaló con su delgadísimo bracito un koala de peluche que había junto a mí.

― Te has sentado con Calixto. Le encanta hacer nuevos amigos.

Sonreí y me dirigí al koala con voz infantil:

― Hola, Calixto. Seguro que eres un koala muy “lixto”.

Era una broma muy tonta, pero ella se rio. Y lo hizo con la carcajada más pura e inocente que he escuchado nunca.

― Eres gracioso. Yo me llamo Abril ―dijo señalando el nombre que había cosido en su bata― ¿Por qué estabas triste?

Los niños siempre son muy directos. Su curiosidad no tiene límites y cuando superan la vergüenza, pueden preguntar cualquier cosa, aunque se metan en asuntos delicados. Aunque claro, yo no podía dejar de pensar en lo delicada que debía de ser la situación de la pequeña Abril. Me costó trabajo recordar la respuesta a la pregunta que me había formulado.

― Pues verás, Abril ―comencé―, mi mujer va a tener un bebé, y yo estoy muy nervioso porque no sé si voy a ser un buen papá.

A ella se le iluminaron los ojos cuando dije la palabra “bebé”

― ¡Qué buena noticia! ¡Seguro que sí! ―exclamó entusiasmada―. Además, tienes que estar contento, porque así tu bebé también lo estará. A mí me hace muy feliz que mis papás estén contentos, y si ellos están tristes, yo me pongo más triste y entonces creen que me curaré más despacio. ¡Y yo quiero ponerme buena!

Un nudo en mi garganta amenazaba con dejarme sin voz, pero conseguí soltar algunas palabras con un hilillo:

― Seguro que te curas muy pronto y podrás volver a casa con tus papás. Pareces una chica muy fuerte, Abril.

― Soy fuerte ―dijo orgullosa y animada―. La doctora Anabel dice que le estoy ganando la partida a la leucemia.

Entonces no pude contenerlo, y comencé a llorar. Ningún niño a una edad tan temprana debería conocer el significado de la palabra “leucemia”, y mucho menos, debería estar tan acostumbrado a pronunciarla. Me imaginé todas las pruebas a las que se había sometido la pequeña, a todo el dolor y a los sacrificios, y lloré como un niño pequeño.

Entonces sentí su manita en mi rodilla. La miré y ella me devolvió una mirada cargada de determinación con una fortaleza que jamás habría pensado encontrar en una niña tan pequeña.

― ¡No llores, tonto! ¡Si tu bebé te ve llorar, entonces él llorará más y la mamá tendrá que cuidar de los dos!

La enfermedad nos vuelve sabios. Jamás en mi vida me costó más esfuerzo esbozar una sonrisa, pero creo que lo hice de una manera más que digna, mientras me enjugaba las lágrimas:

― Cuéntame, Abril, ¿estás contenta aquí? ¿Tienes muchos amiguitos?

― ¡Sí! Y lo mejor es cuando nos traen perritos al hospital. Mi favorito es uno pequeñito y blanco que es muy simpático. Yo lo llamo Coco y él viene conmigo siempre. Solo los traen un día a la semana, y eso es un rollo. Pero mi mamá dice que cuando volvamos a casa, podremos tener a nuestro propio Coco.

Hablaba tan entusiasmada que me hizo reír a mí también. Me contaba lo mucho que le gustaban los animales, y que de mayor quería ser veterinaria, para poder cuidarlos a todos y para tener muchos en su casa.

Yo no podía dejar de pensar que aquella niña era una luchadora, y que había tenido que sufrir por problemas que los demás niños no podían siquiera concebir. Enfrentándose a la muerte y dispuesta a vencer a toda costa. La salud, al igual que la libertad, es una de esas cosas que solo valoramos cuando nos la arrebatan. Aquella pequeña era más inspiradora para mí y suponía un mayor ejemplo que cualquiera de los muchos libros de autoayuda que llenaban mis estanterías.

En ese momento, llegó mi hermano, sofocado y apurado:

― ¡Ah, estás aquí! ¡Acabas de ser padre! ¡Corre, ven a conocer a tu hija!

Mi hija… Así que era una niña. Todavía no podía creerlo. Miré a Abril para despedirme de ella:

― Bueno, pues parece que la pequeña ya está en el mundo. Voy a ir a conocerla ―le dediqué una sonrisa―. Prométeme que te vas a curar, ¿vale?

― Eso está chupado ―dijo, esbozando una sonrisa distraída, y siguió jugando con Calixto, con una inocencia natural que ni siquiera aquella terrible enfermedad había logrado arrebatarle.

Me despedí de ella y seguí a mi hermano hasta la habitación donde estaba mi encantadora y exhausta mujer, con nuestra pequeña en sus brazos.

― Cariño ―le dije― ¿qué te parece si la llamamos Abril?