Estos días me he reconciliado con la música. Últimamente,
cada vez que salía a dar un paseo solía escuchar algún podcast o audiolibro,
por aquello de ser productivo, o de aprender algo nuevo, o por no tener la
sensación de andar sin hacer nada más. Tonterías mías. Pero últimamente he
recuperado algo que nunca debió irse de mi vida, ni siquiera un solo día: la
música.
Es cierto que no toco ningún instrumento, y mi voz dista
mucho de ser capaz de cantar algo medianamente decente, pero la música ha
estado siempre conmigo como una amante generosa y comprensiva. Y no me daba
cuenta de cuánto la necesitaba hasta que me he reencontrado con ella. La música
es terapéutica, es catártica y es curativa, eso no lo dudéis nunca.
Oyendo mis canciones favoritas, he recordado tiempos más
sencillos, en los que Queen, David Bowie, Alanis Morissette, ABBA, Elton
John o las 4 Non Blondes me acompañaban para abstraerme y olvidarme de la
selectividad, o de los exámenes, o me animaban mientras limpiaba la casa, o hacía
ejercicio, o qué sé yo.
Pero esta vez ha sido Louis Armstrong quien ha despertado
una bombillita en mí y me ha inspirado a escribir este texto. En la célebre “What
a wonderful world”, Armstrong se maravilla de todas las cosas que le rodean, y
agradece el estar vivo. Y, escuchándola y comparándolo con el mundo actual, no
podía encontrarla más desoladora.
Siempre me ha gustado esa canción, me relaja, me anima y me
hace soñar con una época en la que todo era más fácil, pero esta vez la he
escuchado con un punto de amargura.
Señor Armstrong, si usted viese el mundo que tenemos en 2020,
seguramente se echaría a llorar desconsoladamente.
Recuerdo cuando tenía 16 años. Un día debíamos llevar una
canción al instituto para analizarla y estudiar su mensaje. Creo que era para
clase de ética. Yo llevé “Imagine”. Me preguntaron si yo creía que un mundo
como el que imaginaba John Lennon era posible. Yo, indudablemente, contesté que
sí, y defendí enérgicamente mi postura. Ahora lo recuerdo con la perspectiva de
los años y me doy cuenta de que la ingenuidad de mi juventud influyó mucho en
esa respuesta. He comprendido con los años que eso de la hermandad y la fraternidad
son solo cosas que existen sobre el papel.
Vivimos unos tiempos en los que la humanidad destruye el
planeta sin contemplaciones, y así ha sido desde siempre, con la diferencia de que
hace ya 40 años que nos vienen avisando de que es un desastre climático que
deberíamos frenar como principal prioridad. No ya por nosotros, que nos lo
merecemos como especie, sino por todas las criaturas y distintas formas de vida
que albergan la Tierra y que sufrirán sin remedio el resultado de nuestra
ineptitud.
También vivimos tiempos en los que el racismo está más
presente que nunca. Por suerte, los movimientos sociales cada vez se están
haciendo notar más, pero pensaba que en 2020 ya no tendríamos que preocuparnos
por este tipo de desigualdades. Ya lo dijo Thomas Hobbes: el ser humano está en
constante guerra, y cuando no hay un enemigo común, empezamos a pelear entre
nosotros.
También vivimos tiempos en los que el ser humano ha
demostrado ser egoísta, mezquino y miserable. Y el coronavirus no ha hecho sino
quitarnos la máscara y dejar en evidencia nuestras carencias morales. No hablo
de la clase política, sino de los ciudadanos. Esos que solo ven la paja en el
ojo ajeno y no la viga en el propio.
Porque es así. Si tú ves en las noticias que los miserables
que adoptaron un perro cuando comenzó la pandemia lo han vuelto a abandonar
meses después porque ya no lo necesitan, se te revuelven las tripas. Pero es como
cuando en el colegio nos ponían mensajes y películas contra el bullying: Remueve
las conciencias de las personas que no lo necesitan, porque ya están
concienciadas; pero precisamente aquellos a los que debería ir dirigido ese
mensaje hacen oídos sordos, como si la cosa no fuera con ellos. Eso es lo
terrible: El gilipollas no sabe que es gilipollas, y nunca se dará por aludido
ante los males de la sociedad que él provoca.
Echo de menos el pasado anterior a mi tiempo. Quiero volver
a una época que jamás conocí y donde las personas eran amables, consideradas y,
en definitiva, más humanas. Ya lo dijo Sabina: “no hay nostalgia peor que añorar
lo que nunca jamás sucedió”.
Cuando pienso esto, también recuerdo “Medianoche en París”, una
de mis películas favoritas y con la que me identifico mucho, y me consuela
débilmente saber que no estoy solo. Es un sentimiento común en el ser humano
esa insatisfacción constante con el presente, y esa mirada romantizada e
idealizada a tiempos anteriores.
Pero, probablemente, si volviese atrás en el tiempo,
comprobaría consternado que la mezquindad del ser humano tampoco es algo que
hayamos inventado este siglo. Películas como “El gran carnaval” lo demuestran.
Hay una frase con la que me siento muy identificado. No está
claro quién la pronunció. Se le atribuye a Groucho, a Mark Twain, a Lord Byron
y a Diógenes entre otros, pero es irrelevante. Lo verdaderamente relevante es
que sigue tan vigente hoy como el día que se enunció: “Cuanto más conozco al
hombre, más quiero a mi perro”.
Gracias a Dios, Louis Arsmtrong, con su sonrisa contagiosa,
su voz áspera y su alegre trompeta, contribuye, desde su inocente ingenuidad y
aunque sea de manera platónica, a hacer de este un mundo mejor. Es la razón de ser de la música, del cine, de la literatura y de cualquier forma artística.
Acabaré con una cita de “Medianoche en París” que pronuncia
una enorme Kathy Bates en los labios de Gertrude Stein: “Todos tememos a la
muerte y cuestionamos nuestro lugar en el universo. La tarea del artista es no
sucumbir al desespero, sino buscar un antídoto para el vacío de la existencia”.
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