lunes, 11 de mayo de 2020

Adiós, Milusín.

Lo malo de las decisiones es que solo las tomas una vez. No puedes arrepentirte, no puedes volver atrás y una vez que escoges un camino, debes vivir para siempre aceptando sus consecuencias.

Eso es lo que me pasó a mí el 13 de marzo, cuando se decretó el estado de alarma en España. Muchos huyeron de Madrid, contribuyendo con ese gesto a propagar el virus que debía mantenernos confinados, si decidíamos actuar con sensatez, responsabilidad y solidaridad.

Yo, como alicantino residente en Madrid, tuve muchas dudas durante ese 13 de marzo: ¿Debía volver a casa para estar con mi familia? ¿O debía quedarme en Madrid para no contribuir a extender este virus del que tan poco sabíamos? Al final, opté por lo segundo, y mi lado más pasional y familiar todavía no me ha perdonado esa decisión.

Hoy es 11 de mayo, y ya hace un mes que mi perrito Milú nos dejó. Fue el 11 de abril, y yo solo pude ser partícipe a través de las noticias que recibía de mi madre vía teléfono móvil.


Ha sido un mes en el que he sufrido este dolor de pérdida, este duelo por haber perdido a mi mejor amigo y por no haber estado allí, acompañándole en sus últimos meses.

Un mes en el que me he guardado ese dolor para mí y no he querido escribirlo porque, total, ¿a quién le importa? Quizás algunos le quiten importancia o me llamen desconsiderado. ¿Cómo puedo ser tan egoísta de sufrir por perder a una mascota cuando hay gente que no ha podido despedirse de algún familiar cercano que le ha arrebatado esta terrible pandemia que estamos viviendo?

Pues a esas personas les diría que el dolor no entiende de equilibrios, ni de perspectivas. No es comparable, ni opcional.

Es cierto que tengo 26 años y que todavía me quedan muchas cosas por vivir, pero no he sufrido un dolor comparable a ese pinchazo de pena que te atraviesa cuando pierdes un perro.

Ya lo viví y lo sufrí con Reina, la madre de Milú en 2015, pero ahora este dolor ha regresado con la marcha de Milú, quizá algo mitigado por encontrarme lejos y no haber visto cómo sufría sus últimos días, y cómo iba perdiendo las fuerzas.

Me apena, y me avergüenza, porque no hice todo lo posible por estar ahí, cuando de haber sido al contrario, él habría cruzado cielo y tierra por estar a mi lado.

Es cierto que hay que amar a un perro para entender el vacío tan grande que dejan cuando se van, y quien no lo ha experimentado, jamás podrá comprenderlo. Un perro jamás va a dedicarte las sobras de su tiempo, o va a tener otras prioridades antes que tú, o va a estar demasiado ocupado como para no prestarte atención. Un perro te lo da todo, con una fidelidad y una lealtad inquebrantables, y por eso su pérdida resuena en ti durante años, y quizá sea un vacío que nunca se vaya del todo.

Eso es lo que me pasa con Milú. Todavía sigo en Madrid, y temo el momento en el que vaya a casa, y no esté allí para recibirme. Antes venía corriendo a la puerta al verme, pero en los últimos años ya no escuchaba nada y recuerdo llegar de Madrid y encontrarlo durmiendo en su cuna. Entonces, me acercaba despacio y lo acariciaba suavemente para que notara mi presencia. Al verme, enloquecía de contento y se ponía a saltar, y a ladrar entusiasmado de verme allí, con él. Esa cojera que arrastraba desde cachorro no le impedía celebrar conmigo que volvíamos a estar juntos. Porque un perro te lo perdona todo, porque aunque estés un mes sin ir a casa, cuando regresas él no entiende de rencores ni de enfados y te da todo su amor como si estuvieras con él cada día.

Siempre recordaré cómo llegaste a casa, el más pequeño de la camada de cuatro perritos que tuvo Reina. Decidimos que sería una crueldad privarte de ella, así que fuiste el escogido para quedarte con tu madre mientras viviera y para formar parte de nuestra familia, a la que aportaste tanto. Era el año 2005, 27 de agosto, y tanto mi hermana como yo estábamos aquella noche de verano fuera, durmiendo en casa de mi tío Vicen. Afortunadamente, mi padre estuvo ahí para asistir a Reina en el parto y ayudarte a llegar a este mundo. Me apena no haber estado ahí para verte llegar a este mundo, pero me destroza completamente el no haber estado el día que te despediste de él.

Has sido un perro curioso con todo lo que te rodeaba, alegre y juguetón. Tu delgadez te daba un aspecto delicado, y tu pequeño tamaño te ha convertido en nuestro eterno bebé hasta el final.

Con pocos años tuviste que enfrentarte a una operación delicada en el fémur que te dejó la cojera que siempre arrastraste, pero eso no te impidió vivir la vida con plenitud y con valentía.

Reina cuidaba de todos nosotros, y tú eras su sombra. La acompañabas a todos lados. Siempre has necesitado una madre tras cuyas faldas podrías refugiarte, y cuando faltó Reina, mi madre se convirtió en la de ambos.


La gente que llegaba a casa se sorprendía de lo bueno y cariñoso que eras. Tan dulce y tan delicado, que disfrutabas mucho la compañía y que te hicieran caso.

Has sido un perro buenísimo, y recuerdo divertido cómo te poníamos un pañal para evitar que te hicieras pis en casa, lo cual te daba todavía más aspecto de bebé. También recuerdo cómo aprovechabas la mínima ocasión para hacerte con la comida que caía de nuestra mesa, o para pedirla con tus ojos más adorables y tu aullido más melancólico. Eso hizo que papá te llamase de manera anectótica "Carpanta".


Me gustaba aprovechar cada vez que estaba en Alicante para llevarte a dar esos largos paseos que tanto te gustaban. Y a partir de 2016, con la fiebre de Pokémon Go, eran auténticas aventuras en las que me acompañabas durante horas, sin perder nunca el entusiasmo ni la energía.


Luego llegó Khaleesi a casa, y te distanciaste un poco de nosotros. De repente, eras el príncipe destronado. ¿Quién era esa chihuahua entrometida y alborotadora y quién se había creído para apartarte de ese modo? Te recluías lejos de nosotros, dolido por ese nuevo miembro que hacía todo lo posible por captar nuestra atención. Pero tú seguías siendo nuestro bebé, e íbamos a buscarte. Y yo me sentaba en el suelo, junto a tu rincón, para acariciarte y que vieras que para mí nadie podría reemplazarte nunca.


Siempre te gustaron los paseos en coche. Especialmente, sacar la cabeza por la ventanilla con la lengua fuera y sentir la libertad y la velocidad.


Fueron muchas las noches de estudio las que me acompañaste y, aunque yo estuviera con los libros, querías subirte en mi regazo y tumbarte conmigo. Esa es una costumbre que nunca perdiste, y que seguías haciendo incluso cuando trabajaba desde el ordenador, y te tumbabas sobre mi brazo o mi pecho. Y yo prefería trabajar el doble de lento usando solo una mano antes que bajarte al suelo y perderme ese privilegio de haberme elegido.

También recuerdo cómo siempre, en la cama o el sofá, cada vez que me tumbaba, tú querías acompañarme, colocando tu pequeño cuerpo en ese hueco que te dejaba entre el brazo y mi cuerpo. Te enroscabas de una manera adorable, y cabías en cualquier sitio. Y nunca olvidaré cómo reclamabas la atención con ligeros toques que dabas en nuestros pies con tu patita, de una manera delicada, como cada vez que íbamos al campo, donde preferías pasar el día en brazos antes que en el suelo.


Has sido un perro muy querido, Milú, y jamás te olvidaremos, igual que jamás olvidamos a Reina, por todo lo que nos habéis enseñado sobre el amor, sobre la bondad y sobre nosotros mismos. Ha sido todo un honor haber compartido vuestras vidas con nosotros, y espero que tengáis un agradable viaje, y que podamos volver a vernos algún día, de la manera que sea. Ahora has partido, amigo. Y Tintín deberá continuar sin su Milú. Te quiero, y siempre te querré.