jueves, 11 de junio de 2020

No es un mundo tan maravilloso, señor Armstrong


Estos días me he reconciliado con la música. Últimamente, cada vez que salía a dar un paseo solía escuchar algún podcast o audiolibro, por aquello de ser productivo, o de aprender algo nuevo, o por no tener la sensación de andar sin hacer nada más. Tonterías mías. Pero últimamente he recuperado algo que nunca debió irse de mi vida, ni siquiera un solo día: la música.

Es cierto que no toco ningún instrumento, y mi voz dista mucho de ser capaz de cantar algo medianamente decente, pero la música ha estado siempre conmigo como una amante generosa y comprensiva. Y no me daba cuenta de cuánto la necesitaba hasta que me he reencontrado con ella. La música es terapéutica, es catártica y es curativa, eso no lo dudéis nunca.

Oyendo mis canciones favoritas, he recordado tiempos más sencillos, en los que Queen, David Bowie, Alanis Morissette, ABBA, Elton John o las 4 Non Blondes me acompañaban para abstraerme y olvidarme de la selectividad, o de los exámenes, o me animaban mientras limpiaba la casa, o hacía ejercicio, o qué sé yo.


Pero esta vez ha sido Louis Armstrong quien ha despertado una bombillita en mí y me ha inspirado a escribir este texto. En la célebre “What a wonderful world”, Armstrong se maravilla de todas las cosas que le rodean, y agradece el estar vivo. Y, escuchándola y comparándolo con el mundo actual, no podía encontrarla más desoladora.

Siempre me ha gustado esa canción, me relaja, me anima y me hace soñar con una época en la que todo era más fácil, pero esta vez la he escuchado con un punto de amargura.

Señor Armstrong, si usted viese el mundo que tenemos en 2020, seguramente se echaría a llorar desconsoladamente.

Recuerdo cuando tenía 16 años. Un día debíamos llevar una canción al instituto para analizarla y estudiar su mensaje. Creo que era para clase de ética. Yo llevé “Imagine”. Me preguntaron si yo creía que un mundo como el que imaginaba John Lennon era posible. Yo, indudablemente, contesté que sí, y defendí enérgicamente mi postura. Ahora lo recuerdo con la perspectiva de los años y me doy cuenta de que la ingenuidad de mi juventud influyó mucho en esa respuesta. He comprendido con los años que eso de la hermandad y la fraternidad son solo cosas que existen sobre el papel.


Vivimos unos tiempos en los que la humanidad destruye el planeta sin contemplaciones, y así ha sido desde siempre, con la diferencia de que hace ya 40 años que nos vienen avisando de que es un desastre climático que deberíamos frenar como principal prioridad. No ya por nosotros, que nos lo merecemos como especie, sino por todas las criaturas y distintas formas de vida que albergan la Tierra y que sufrirán sin remedio el resultado de nuestra ineptitud.

También vivimos tiempos en los que el racismo está más presente que nunca. Por suerte, los movimientos sociales cada vez se están haciendo notar más, pero pensaba que en 2020 ya no tendríamos que preocuparnos por este tipo de desigualdades. Ya lo dijo Thomas Hobbes: el ser humano está en constante guerra, y cuando no hay un enemigo común, empezamos a pelear entre nosotros.

También vivimos tiempos en los que el ser humano ha demostrado ser egoísta, mezquino y miserable. Y el coronavirus no ha hecho sino quitarnos la máscara y dejar en evidencia nuestras carencias morales. No hablo de la clase política, sino de los ciudadanos. Esos que solo ven la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.

Porque es así. Si tú ves en las noticias que los miserables que adoptaron un perro cuando comenzó la pandemia lo han vuelto a abandonar meses después porque ya no lo necesitan, se te revuelven las tripas. Pero es como cuando en el colegio nos ponían mensajes y películas contra el bullying: Remueve las conciencias de las personas que no lo necesitan, porque ya están concienciadas; pero precisamente aquellos a los que debería ir dirigido ese mensaje hacen oídos sordos, como si la cosa no fuera con ellos. Eso es lo terrible: El gilipollas no sabe que es gilipollas, y nunca se dará por aludido ante los males de la sociedad que él provoca.

Echo de menos el pasado anterior a mi tiempo. Quiero volver a una época que jamás conocí y donde las personas eran amables, consideradas y, en definitiva, más humanas. Ya lo dijo Sabina: “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”.

Cuando pienso esto, también recuerdo “Medianoche en París”, una de mis películas favoritas y con la que me identifico mucho, y me consuela débilmente saber que no estoy solo. Es un sentimiento común en el ser humano esa insatisfacción constante con el presente, y esa mirada romantizada e idealizada a tiempos anteriores.

Pero, probablemente, si volviese atrás en el tiempo, comprobaría consternado que la mezquindad del ser humano tampoco es algo que hayamos inventado este siglo. Películas como “El gran carnaval” lo demuestran.

Hay una frase con la que me siento muy identificado. No está claro quién la pronunció. Se le atribuye a Groucho, a Mark Twain, a Lord Byron y a Diógenes entre otros, pero es irrelevante. Lo verdaderamente relevante es que sigue tan vigente hoy como el día que se enunció: “Cuanto más conozco al hombre, más quiero a mi perro”.

Gracias a Dios, Louis Arsmtrong, con su sonrisa contagiosa, su voz áspera y su alegre trompeta, contribuye, desde su inocente ingenuidad y aunque sea de manera platónica, a hacer de este un mundo mejor. Es la razón de ser de la música, del cine, de la literatura y de cualquier forma artística.

Acabaré con una cita de “Medianoche en París” que pronuncia una enorme Kathy Bates en los labios de Gertrude Stein: “Todos tememos a la muerte y cuestionamos nuestro lugar en el universo. La tarea del artista es no sucumbir al desespero, sino buscar un antídoto para el vacío de la existencia”.