viernes, 6 de marzo de 2020

No estáis solas



Muchos hombres son unos cerdos. Eso es así. Es una realidad con la que llevamos conviviendo mucho tiempo. El problema no es que solo sean unos cerdos, sino que además son unos violadores, unos maltratadores y unos asesinos.

Esta es una lucha con la que vosotras habéis tenido que lidiar durante toda vuestra existencia, y ahora, afortunadamente, la sociedad está despertando y viendo sus errores. La marea violeta avanza, limpiando a su paso las injusticias del machismo tradicional imperante. Nos hemos dado cuenta de que es una lacra social, un problema que nos afecta a todos. Y, a pesar de que vosotras sois las que tenéis más que decir, y debéis alzar la voz de una manera clara y contundente, os garantizo que no estáis solas en esta lucha.

Ha costado muchos años que la sociedad entienda lo que significa ser feminista. Es algo tan sencillo como defender la igualdad entre todos los géneros y en todos los ámbitos de la vida. En mi opinión, en 2020 cualquiera con dos dedos de frente debería considerarse feminista. De lo contrario, estás defendiendo un sistema podrido, injusto, sesgado y opresor.


Las injusticias han estado normalizadas en la sociedad muchísimo tiempo, y hasta que no llega un avance, la gente no es consciente de todas las barbaridades que han tenido que tragar. Me gustaría que las generaciones futuras cuando estudiasen esta época, se refirieran a ella con admiración, satisfechos de los avances que logramos; y no con desconcierto, preguntándose cómo pudimos consentir ese tipo de situaciones.


Mucha gente dirá que yo no tengo derecho a hablar de feminismo por mi condición de hombre cisgénero blanco heterosexual. Yo no he vivido en mis carnes lo que supone pertenecer a un colectivo ninguneado, pisoteado o marginado. Pero tengo mis convicciones y mis ideales. No soporto las injusticias y me enseñaron de pequeño a distinguir entre lo que está bien y lo que está mal. Tan simple como eso. La empatía me permite ponerme en la piel de todas esas mujeres oprimidas, del mismo modo que, sin tener hijos, puedo empatizar con una pareja que haya sentido el dolor de perder a un hijo.


Igualmente, no necesito ser un árbol para que me duela ver bosques quemarse, o no necesito ser un perro o un toro para sufrir con el maltrato animal. Es fácil no ver las injusticias cuando un sistema injusto te beneficia.


Además, tengo la suerte de tener a mi alrededor muchas mujeres fuertes a las que quiero, que me inspiran y que me empujan a desear un mundo mejor en el que puedan sentirse libres, realizadas y seguras; y a aportar mi granito de arena en esta lucha que, como digo, nos afecta a todos y a todas.

Por mi carácter y mi forma de ser, siempre me he entendido mejor con las mujeres, con quienes realmente podía abrirme y ser yo mismo. Las conversaciones con vosotras siempre han sido mucho más profundas, sinceras y enriquecedoras que la superficialidad con la que, en general, se tiende a hablar “entre tíos”. No me malinterpretéis, tengo un puñado de buenos amigos con los que también he podido compartir mis inquietudes y hablar con franqueza, pero suele ser más habitual encontrar la comprensión, la empatía y el consuelo en el colectivo femenino.

De hecho, diría que siento envidia de la unión que las mujeres tenéis entre vosotras. Esa conexión instantánea: la sororidad, esa palabra maravillosa que ha conseguido mover montañas. Entre los hombres no existe esa sensación de unidad ni de apoyo incondicional. En nuestros tiempos y en según qué ambientes, siguen burlándose de un hombre cada vez que muestra abiertamente sus sentimientos. En muchas y terribles ocasiones, yo, como hombre, no me siento representado por mi género.

El problema de estos hombres que impiden el avance de la sociedad, de estos cavernícolas sin neuronas, viene desde lejos. Es cierto que, en la vida adulta, y con su fuerza bruta, son capaces de cometer actos terribles. Pero son los mismos que ya desde pequeños se creían con derecho a burlarse de un niño porque llevara gafas o a ridiculizar a un alumno solo porque se supiera la lección. Por eso, la educación desde pequeños es tan importante. Para evitar que los abusones del colegio se conviertan en las bestias del mañana.

Lo triste es que, no contentos con eso, el machismo se ha ido abriendo paso en las posiciones más altas del poder y de los negocios, y costará mucho arrancarlo de raíz. Ahí tenemos los ejemplos de Harvey Weinstein y de Plácido Domingo, que, desde una situación de poder, intimidaban, acosaban y aterrorizaban a un montón de mujeres, convencidos de que su posición les brindaría inmunidad. Afortunadamente, el merecido escarnio público al que han sido sometidos disuadirá a más de uno con las mismas intenciones.


Odio cuando, después de destaparse algún caso de escándalo sexual, se culpabiliza a la víctima. Ni la ropa, ni la actitud, ni nada justifican que un hombre agreda sexualmente a una mujer. Es algo que no me entra en la cabeza.

Hay muchas cosas que debemos cambiar, y estoy convencido de que, con la ayuda de todos, el cambio llegará tarde o temprano, como los dichosos techos de cristal, la equiparación de los salarios, la seguridad femenina en las calles, el machismo en el sistema judicial, miles de micromachismos existentes o las retrógradas medidas que toman los partidos absolutistas. Muchos se amparan en la tradición. Defienden que hay cosas que se han hecho así durante años, y las tradiciones son sagradas. Pero, amigos míos, si algo nos ha enseñado la historia es que hay determinadas tradiciones que hay que erradicar. Debemos adaptarnos al signo de nuestros tiempos, o de lo contrario seguiríamos viviendo en cuevas.

Sigamos luchando. No estáis solas.



jueves, 5 de marzo de 2020

En Abril ya es primavera

Han pasado ya tres años desde que conocí a Abril, y no ha salido de mi cabeza desde entonces.

Aquel día, yo estaba caminando nervioso por los pasillos del hospital. Mi mujer estaba dando a luz. Éramos padres primerizos y, a los 28 años, uno nunca está del todo seguro sobre si estará a la altura ante las sorpresas que te presenta la vida. Tampoco habíamos querido saber el sexo del bebé para que todo fuera más especial.

En cuanto ella se puso de parto, me sacaron de allí para que no incordiara, y estuve una hora y media caminando agitadamente por las distintas plantas y pasillos del hospital, consciente de que mi vida estaba a punto de cambiar por completo en cuanto me convirtiera en padre. Decidí calmarme un poco y me senté en la primera hilera de sillas que vi. Estaba tan ensimismado que no sabía ni en qué sala estaba, hasta que una dulce voz me sacó de mis pensamientos:

― ¡Calixto, estás aquí!

Ahí estaba Abril. En cuanto la vi, se me encogió el corazón. Lo primero que distinguí fue un pañuelo rosa con flores blancas que cubría su cabecita calva. Bajo el pañuelo, una niña sonriente de unos ocho años me miraba con curiosidad a través de sus ojos marrones sin cejas.

― Perdona, ¿cómo dices? ―le dediqué una torpe sonrisa.

Ella señaló con su delgadísimo bracito un koala de peluche que había junto a mí.

― Te has sentado con Calixto. Le encanta hacer nuevos amigos.

Sonreí y me dirigí al koala con voz infantil:

― Hola, Calixto. Seguro que eres un koala muy “lixto”.

Era una broma muy tonta, pero ella se rio. Y lo hizo con la carcajada más pura e inocente que he escuchado nunca.

― Eres gracioso. Yo me llamo Abril ―dijo señalando el nombre que había cosido en su bata― ¿Por qué estabas triste?

Los niños siempre son muy directos. Su curiosidad no tiene límites y cuando superan la vergüenza, pueden preguntar cualquier cosa, aunque se metan en asuntos delicados. Aunque claro, yo no podía dejar de pensar en lo delicada que debía de ser la situación de la pequeña Abril. Me costó trabajo recordar la respuesta a la pregunta que me había formulado.

― Pues verás, Abril ―comencé―, mi mujer va a tener un bebé, y yo estoy muy nervioso porque no sé si voy a ser un buen papá.

A ella se le iluminaron los ojos cuando dije la palabra “bebé”

― ¡Qué buena noticia! ¡Seguro que sí! ―exclamó entusiasmada―. Además, tienes que estar contento, porque así tu bebé también lo estará. A mí me hace muy feliz que mis papás estén contentos, y si ellos están tristes, yo me pongo más triste y entonces creen que me curaré más despacio. ¡Y yo quiero ponerme buena!

Un nudo en mi garganta amenazaba con dejarme sin voz, pero conseguí soltar algunas palabras con un hilillo:

― Seguro que te curas muy pronto y podrás volver a casa con tus papás. Pareces una chica muy fuerte, Abril.

― Soy fuerte ―dijo orgullosa y animada―. La doctora Anabel dice que le estoy ganando la partida a la leucemia.

Entonces no pude contenerlo, y comencé a llorar. Ningún niño a una edad tan temprana debería conocer el significado de la palabra “leucemia”, y mucho menos, debería estar tan acostumbrado a pronunciarla. Me imaginé todas las pruebas a las que se había sometido la pequeña, a todo el dolor y a los sacrificios, y lloré como un niño pequeño.

Entonces sentí su manita en mi rodilla. La miré y ella me devolvió una mirada cargada de determinación con una fortaleza que jamás habría pensado encontrar en una niña tan pequeña.

― ¡No llores, tonto! ¡Si tu bebé te ve llorar, entonces él llorará más y la mamá tendrá que cuidar de los dos!

La enfermedad nos vuelve sabios. Jamás en mi vida me costó más esfuerzo esbozar una sonrisa, pero creo que lo hice de una manera más que digna, mientras me enjugaba las lágrimas:

― Cuéntame, Abril, ¿estás contenta aquí? ¿Tienes muchos amiguitos?

― ¡Sí! Y lo mejor es cuando nos traen perritos al hospital. Mi favorito es uno pequeñito y blanco que es muy simpático. Yo lo llamo Coco y él viene conmigo siempre. Solo los traen un día a la semana, y eso es un rollo. Pero mi mamá dice que cuando volvamos a casa, podremos tener a nuestro propio Coco.

Hablaba tan entusiasmada que me hizo reír a mí también. Me contaba lo mucho que le gustaban los animales, y que de mayor quería ser veterinaria, para poder cuidarlos a todos y para tener muchos en su casa.

Yo no podía dejar de pensar que aquella niña era una luchadora, y que había tenido que sufrir por problemas que los demás niños no podían siquiera concebir. Enfrentándose a la muerte y dispuesta a vencer a toda costa. La salud, al igual que la libertad, es una de esas cosas que solo valoramos cuando nos la arrebatan. Aquella pequeña era más inspiradora para mí y suponía un mayor ejemplo que cualquiera de los muchos libros de autoayuda que llenaban mis estanterías.

En ese momento, llegó mi hermano, sofocado y apurado:

― ¡Ah, estás aquí! ¡Acabas de ser padre! ¡Corre, ven a conocer a tu hija!

Mi hija… Así que era una niña. Todavía no podía creerlo. Miré a Abril para despedirme de ella:

― Bueno, pues parece que la pequeña ya está en el mundo. Voy a ir a conocerla ―le dediqué una sonrisa―. Prométeme que te vas a curar, ¿vale?

― Eso está chupado ―dijo, esbozando una sonrisa distraída, y siguió jugando con Calixto, con una inocencia natural que ni siquiera aquella terrible enfermedad había logrado arrebatarle.

Me despedí de ella y seguí a mi hermano hasta la habitación donde estaba mi encantadora y exhausta mujer, con nuestra pequeña en sus brazos.

― Cariño ―le dije― ¿qué te parece si la llamamos Abril?