jueves, 5 de marzo de 2020

En Abril ya es primavera

Han pasado ya tres años desde que conocí a Abril, y no ha salido de mi cabeza desde entonces.

Aquel día, yo estaba caminando nervioso por los pasillos del hospital. Mi mujer estaba dando a luz. Éramos padres primerizos y, a los 28 años, uno nunca está del todo seguro sobre si estará a la altura ante las sorpresas que te presenta la vida. Tampoco habíamos querido saber el sexo del bebé para que todo fuera más especial.

En cuanto ella se puso de parto, me sacaron de allí para que no incordiara, y estuve una hora y media caminando agitadamente por las distintas plantas y pasillos del hospital, consciente de que mi vida estaba a punto de cambiar por completo en cuanto me convirtiera en padre. Decidí calmarme un poco y me senté en la primera hilera de sillas que vi. Estaba tan ensimismado que no sabía ni en qué sala estaba, hasta que una dulce voz me sacó de mis pensamientos:

― ¡Calixto, estás aquí!

Ahí estaba Abril. En cuanto la vi, se me encogió el corazón. Lo primero que distinguí fue un pañuelo rosa con flores blancas que cubría su cabecita calva. Bajo el pañuelo, una niña sonriente de unos ocho años me miraba con curiosidad a través de sus ojos marrones sin cejas.

― Perdona, ¿cómo dices? ―le dediqué una torpe sonrisa.

Ella señaló con su delgadísimo bracito un koala de peluche que había junto a mí.

― Te has sentado con Calixto. Le encanta hacer nuevos amigos.

Sonreí y me dirigí al koala con voz infantil:

― Hola, Calixto. Seguro que eres un koala muy “lixto”.

Era una broma muy tonta, pero ella se rio. Y lo hizo con la carcajada más pura e inocente que he escuchado nunca.

― Eres gracioso. Yo me llamo Abril ―dijo señalando el nombre que había cosido en su bata― ¿Por qué estabas triste?

Los niños siempre son muy directos. Su curiosidad no tiene límites y cuando superan la vergüenza, pueden preguntar cualquier cosa, aunque se metan en asuntos delicados. Aunque claro, yo no podía dejar de pensar en lo delicada que debía de ser la situación de la pequeña Abril. Me costó trabajo recordar la respuesta a la pregunta que me había formulado.

― Pues verás, Abril ―comencé―, mi mujer va a tener un bebé, y yo estoy muy nervioso porque no sé si voy a ser un buen papá.

A ella se le iluminaron los ojos cuando dije la palabra “bebé”

― ¡Qué buena noticia! ¡Seguro que sí! ―exclamó entusiasmada―. Además, tienes que estar contento, porque así tu bebé también lo estará. A mí me hace muy feliz que mis papás estén contentos, y si ellos están tristes, yo me pongo más triste y entonces creen que me curaré más despacio. ¡Y yo quiero ponerme buena!

Un nudo en mi garganta amenazaba con dejarme sin voz, pero conseguí soltar algunas palabras con un hilillo:

― Seguro que te curas muy pronto y podrás volver a casa con tus papás. Pareces una chica muy fuerte, Abril.

― Soy fuerte ―dijo orgullosa y animada―. La doctora Anabel dice que le estoy ganando la partida a la leucemia.

Entonces no pude contenerlo, y comencé a llorar. Ningún niño a una edad tan temprana debería conocer el significado de la palabra “leucemia”, y mucho menos, debería estar tan acostumbrado a pronunciarla. Me imaginé todas las pruebas a las que se había sometido la pequeña, a todo el dolor y a los sacrificios, y lloré como un niño pequeño.

Entonces sentí su manita en mi rodilla. La miré y ella me devolvió una mirada cargada de determinación con una fortaleza que jamás habría pensado encontrar en una niña tan pequeña.

― ¡No llores, tonto! ¡Si tu bebé te ve llorar, entonces él llorará más y la mamá tendrá que cuidar de los dos!

La enfermedad nos vuelve sabios. Jamás en mi vida me costó más esfuerzo esbozar una sonrisa, pero creo que lo hice de una manera más que digna, mientras me enjugaba las lágrimas:

― Cuéntame, Abril, ¿estás contenta aquí? ¿Tienes muchos amiguitos?

― ¡Sí! Y lo mejor es cuando nos traen perritos al hospital. Mi favorito es uno pequeñito y blanco que es muy simpático. Yo lo llamo Coco y él viene conmigo siempre. Solo los traen un día a la semana, y eso es un rollo. Pero mi mamá dice que cuando volvamos a casa, podremos tener a nuestro propio Coco.

Hablaba tan entusiasmada que me hizo reír a mí también. Me contaba lo mucho que le gustaban los animales, y que de mayor quería ser veterinaria, para poder cuidarlos a todos y para tener muchos en su casa.

Yo no podía dejar de pensar que aquella niña era una luchadora, y que había tenido que sufrir por problemas que los demás niños no podían siquiera concebir. Enfrentándose a la muerte y dispuesta a vencer a toda costa. La salud, al igual que la libertad, es una de esas cosas que solo valoramos cuando nos la arrebatan. Aquella pequeña era más inspiradora para mí y suponía un mayor ejemplo que cualquiera de los muchos libros de autoayuda que llenaban mis estanterías.

En ese momento, llegó mi hermano, sofocado y apurado:

― ¡Ah, estás aquí! ¡Acabas de ser padre! ¡Corre, ven a conocer a tu hija!

Mi hija… Así que era una niña. Todavía no podía creerlo. Miré a Abril para despedirme de ella:

― Bueno, pues parece que la pequeña ya está en el mundo. Voy a ir a conocerla ―le dediqué una sonrisa―. Prométeme que te vas a curar, ¿vale?

― Eso está chupado ―dijo, esbozando una sonrisa distraída, y siguió jugando con Calixto, con una inocencia natural que ni siquiera aquella terrible enfermedad había logrado arrebatarle.

Me despedí de ella y seguí a mi hermano hasta la habitación donde estaba mi encantadora y exhausta mujer, con nuestra pequeña en sus brazos.

― Cariño ―le dije― ¿qué te parece si la llamamos Abril?

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