viernes, 25 de octubre de 2019

Jeremy Irons no es quien crees en Watchmen

[Este post incluye SPOILERS de la serie y de la novela gráfica]


La serie Watchmen ya ha desatado todo tipo de teorías con sólo un episodio emitido (en el momento de escribir este texto). Está llamada a ser la sucesora moral de Juego de Tronos y es una de las grandes apuestas de HBO para esta temporada, junto con La materia oscura.

Es cierto que el material original del que partía, la novela gráfica de Alan Moore y Dave Gibbons, tenía (y sigue teniendo) una calidad incuestionable, pero eso no desmerece el nivel de la nueva ficción de Damon Lindelof, cuya trayectoria está dejando más amantes que detractores.

Una de las grandes incógnitas que ha sembrado la serie es la identidad del personaje que interpreta Jeremy Irons. Todas las pistas parecen apuntar a que se trata de Adrian Veidt, también conocido como Ozymandias, un personaje de gran peso durante la trama original. Sin embargo, creo que es un falso señuelo.


En mi opinión, el personaje al que da vida Jeremy Irons no es otro que el Doctor Manhattan. 

Puede parecer una locura, pero tengo varios argumentos que respaldan esta teoría, y creo que los showrunners han estado jugando con nosotros dejando pistas falsas para que pensáramos en Veidt y distraernos de la verdadera identidad del viejo. Todo un cuidado y orquestado juego de espejos. Expongo las razones a continuación.

Veidt ha muerto
Esta es la más evidente. Una frase que utilizaron como reclamo en los primeros tráilers y que nos han revelado ya en el primer episodio:"Adrian Veidt ha sido declarado oficialmente muerto". Es el hombre más inteligente del mundo, sí. Pero no es inmortal.

Han pasado 34 años desde los hechos acontecidos en la novela gráfica, y mil razones han podido acabar con su vida. Lo que todos sospechamos al leer estas palabras es que se trataba de un truco. Otra mentira para engañar a la unión pública, como ya hizo en 1985. Pero en esta ocasión, el periódico podría decir la verdad y mostrándola en el primerísimo episodio, jugando con nosotros y nuestra querencia al complot y a la conspiración. Recordemos la navaja de Ockham, amigos: En igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable. Ergo, Adrian Veidt está muerto y no aparecerá en la serie. 

Un hombre desnudo
En una de las primeras escenas en las que nos presentan al personaje, lo vemos totalmente en cueros escribiendo a máquina, como si la desnudez no le provocase ningún tipo de pudor ni tuviera ninguna importancia. Está por encima de eso, como cierto personaje azul ya nos ha demostrado en la novela gráfica.

Además, recordemos que el doctor Manhattan puede cambiar su aspecto a voluntad, como cuando alteró la tonalidad de su azul al mostrarse en televisión. El verle aquí como un anciano puede significar dos cosas: Por una parte, ha envejecido, aunque a un ritmo más pausado que los humanos. Por otra, puede indicar que ha decidido adoptar ese aspecto concreto sin que signifique un envejecimiento en sus células, al igual que podría transformarse en una mujer afroamericana o en un bebé sonrosado.

El hijo del relojero
Al final de la escena revela que ha estado trabajando en una obra, llamada 'El hijo del relojero'. Se trata de una pista más sobre su verdadera identidad. Nadie mejor que él conoce su pasado y sus raíces, y quizá en esa obra narre la historia de su juventud y cómo sufrió el accidente con los campos electromagnéticos. Además, asigna dos papeles principales a sus sirvientes. ¿Interpretarán, quizás, a Janey Slater y Wally Weaver?



Un servicio inquietante

En un primer vistazo, todos nos dimos cuenta de que a esos sirvientes les faltaba un hervor. Ya fuera por las extrañas miradas y la inquietante sonrisa de ella, o por el detalle de que él le proporciona una herradura para cortar la tarta.
 

Sin embargo, ¿no os acordáis de cuáles fueron las últimas palabras que el Doctor Manhattan le dijo a Ozymandias antes de abandonar la Tierra?


Exacto. Dijo que había vuelto a ganar interés por la vida humana, justo antes de anunciar que iba a visitar otras galaxias y que quizás crease vida. Aquí tenemos el resultado. Criaturas creadas por el Doctor Manhattan a las que todavía les faltan unos retoques...

Posición de meditación
Es cierto que esta escena no ha ocurrido todavía, y la he cogido de uno de los tráilers, pero atentos a esta pose.


Una pose de meditación nada casual, y que recuerda inevitablemente a aquella que adoptó el otrora Jon Osterman en el planeta rojo, justo antes de construir su palacio de cristal.



Castillo en Marte
Finalmente, el argumento definitivo: El único momento del episodio en el que nos muestran sin duda al Doctor Manhattan, se encuentra en Marte, construyendo un castillo de arena, que, pocos segundos después, destruye. Atentos al detalle.


¿No os recuerda precisamente al castillo que nos muestran más adelante y donde vive con su servicio?



Creo que, después de estos argumentos, también vosotros habréis visto que tiene mucho sentido esta teoría. Es cierto que en el portal IMdB aparece que Jeremy Irons interpreta a Adrian Veidt/Ozymandias, pero no hay nada confirmado, y me parece que el portal de Internet lo ha dado por hecho, al igual que todos nosotros.
Por algo en el capítulo se han cubierto las espaldas no pronunciando en ningún momento el nombre del personaje.

Espero que este post os haya ayudado a abrir los ojos y a prestar atención a esos detalles, algunos pequeños y otros no tanto.

¿Qué pensáis vosotros? ¿Tenéis otra idea? Dejádmelo en los comentarios.


Recordad que también podéis seguirme en mi canal de YouTube, donde iré subiendo un vídeo semanal analizando lo ocurrido en cada episodio. Aquí os dejo el enlace al primero.


lunes, 21 de octubre de 2019

Una secta socialmente aceptada

Soy un extraño. Es así. Lo pienso siempre que me encuentro entre un grupo de gente de mi generación en algún ambiente festivo. ¿Por qué?, te preguntarás, querido lector. Muy sencillo: Porque no bebo alcohol.

Desde la más tierna adolescencia en la que los jovencitos y jovencitas comienzan a divertirse agrupándose y sin la presencia de sus padres, he notado esa anomalía en mí. Y sí, desgraciadamente, se trata de una anomalía que comparto con un porcentaje ínfimo de la población. La voluntariedad de esta decisión no quita lo anómalo. Sin embargo, la suerte me ha sonreído brindándome un grupo de amigos con los que comparto esta negación hacia las bebidas espirituosas.


Con los años, casi he ido adoptando el papel de un estudioso. El de un científico que observa el comportamiento humano en situaciones de celebración. No miento: Durante años me he sentido como un agente infiltrado dentro de los círculos de personas con los que, supuestamente, debía encajar.

Lo más gracioso de este procedimiento es observar las reacciones de aquellos que descubren por primera vez mi decisión. Su gesto va de la sorpresa a la incomprensión, y tratan de buscar un motivo médico, físico o genético que justifique mi decisión. Al no encontrarlo, la mayoría se proponen (con buena fe, imagino) emborracharme. "Pues conmigo vas a probar esto", "seguro que si insistes te gusta" o "eso es que todavía no has encontrado el alcohol ideal para ti".

Hay que entenderlos, claro. Su razonamiento es sencillo: ¿Por qué iba a renunciar nadie voluntariamente a la ingesta de alcohol?

Te desinhibe, te ayuda a socializar, convierte cada noche en algo más intenso, te vuelve más divertido... Esos son sus argumentos. Por lo que entiendo, no toman el alcohol como un fin en sí mismo, sino como un medio para hacer el momento más memorable.

Pues tengo una noticia para todos ellos: Yo no lo necesito. Tengo la suficiente capacidad y confianza en mí mismo como para poder ser divertido, hablador, elocuente o lo que yo elija siendo abstemio. Puedo bailar, cantar, reírme y pasarlo bien del mismo modo que todos los demás. Con el plus de que tengo el control absoluto sobre mi cuerpo, mis impulsos y mis recuerdos.

Porque, admitámoslo, es bastante triste que se hable en la edad adulta de lo que vomitaste el pasado sábado como si fuera algo habitual.

Otro de los argumentos estrella es "desde fuera no se ve igual". ¡Ah, ahora lo entiendo! Es como una secta. Un club donde debes renunciar a tu personalidad para formar parte de él. Si estás dentro, todo cambia. Por lo visto, perder la dignidad es algo divertido si lo haces en compañía de otros. Dejas de ser consciente de pronto de la imagen tan lamentable que muestras. 

Por eso, cuando estoy de noche con algún grupo en una celebración de cualquier tipo, intento disfrutar de mis acompañantes todo lo que puedo y con cierta urgencia, antes de que, poco a poco, vayan transformándose y perdiendo la cabeza. Es bastante evidente cómo se les nubla el juicio y cómo tratan de disimularlo torpemente. Pero no pueden ocultar esa mirada perdida, esas bocas entreabiertas e imposibles de cerrar que, como un niño de teta, buscan constantemente el jugo que los mantiene vivos. Agarran torpemente el vaso que, en muchas ocasiones, acaba estrellándose contra el sueño y haciéndose añicos. Intentas relacionarte con ellos pero sabes que no eres uno de los suyos. El alcohol, cuanto más los une entre ellos, más los separa de ti.

Y no hablemos de los rasgos más oscuros de la personalidad que saca el alcohol: las inseguridades, los celos, la agresividad, la depresión...

No es sano. Tampoco divertido, al contrario de lo que muchos defienden. Por eso, desde mi humilde punto de vista me pregunto quién en su sano juicio elige eso como medio de diversión semanal habitual.

Por otro lado, no hay nada más infame que las discotecas. Sitios ruidosos con música machacona y sin ningún tipo de estímulo intelectual que incita a los que la escuchan a aparearse como mandriles. Todos sabemos que hablar en una discoteca es absolutamente imposible y todos los elementos dentro del local están pensados para que dejes tu lado más racional en la puerta.

Además, no olvidemos la precariedad que impera en todos los trabajos. Los jóvenes vamos a tardar muchos más años que nuestros padres en lograr la estabilidad económica que consiguieron ellos cuando tenían nuestra edad. Por ello, se me ocurren mil sitios donde gastar el poco dinero que tenemos (o no gastarlo) antes que invertirlo en las caras entradas al local de moda o en el elevado precio del cóctel del momento.

Vivimos en una sociedad en la que soy yo el bicho raro si decido pedirme una botella de agua o un refresco en lugar de una bebida alcohólica. Una sociedad en la que no puedo pedir lo que me apetezca sin que mis motivos sean cuestionados o sin generar por lo menos una mirada de extrañeza.

Afortunadamente, sé que no estoy solo. Sé que hay más gente como yo que ni encajamos en los cánones de diversión actual, ni falta que nos hace. ¡Abstemios del mundo, uníos!

Porque sabemos que, objetivamente, es mucho mejor estar en un local tranquilo, hablando, divirtiéndonos y nutriéndonos con una buena conversación que nos enriquezca, que en una discoteca aburriéndonos como ostras. O quizá en alguna reunión en casa, jugando a distintos juegos en grupo, o haciendo cualquier otra cosa para disfrutar de la compañía de tus amigos en perfecto control de tus facultades físicas y mentales.

Con el tiempo, nuestras amistades irán madurando y relajando sus hábitos. Hasta entonces, seguiremos siendo esa aldea irreductible de galos, esa resistencia, ese grupo de insurrectos que nos negamos a bailar el son de la música que la sociedad se empeña en tocar.


RELATO BASADO EN UNA IMAGEN (I)


LA AMARGURA DE UN CAFÉ

Aquel lunes, Amelia decidió entrar en su cafetería favorita. Era la primera vez que iba desde la ruptura, y reflexionando, cayó en la cuenta de que nunca lo había hecho sola. Se sentó en el cómodo sillón que había libre, dispuesta a disfrutar de una humeante taza de aquel delicioso chocolate. Fuera llovía de una manera violenta. Siempre le había gustado ver la lluvia desde la calidez de un interior, y aquella cristalera era perfecta. Aquello la hizo sentir a salvo... Hasta que escuchó su voz. Sam estaba allí, en el mismo local. Se giró con disimulo. Tan solo unas mesas por detrás, y había ido con otra persona. Parecían felices... Amelia no podía creerse que hubieran coincidido en el mismo sitio. Era cierto que Sam fue quien se lo enseñó por primera vez, y ahí fue donde se habían enamorado. Amelia comprendió dolorosamente que su momento había pasado y que ahora no había nada que pudiera hacer. Había sido un año duro, intentado evitar los dolorosos recuerdos relacionados con Sam: Los largos paseos en el parque, su particular manera de hacer papiroflexia con las servilletas, los cálidos besos bajo la lluvia... Amelia tuvo que enjugarse una lágrima y comprendió que debía salir de allí. Tras pagar la cuenta, se aproximó a la puerta. Antes de entregarse a la incesante lluvia, que disimularía sus lágrimas, se giró y la miró por última vez, deseando que aquel chico sonriente supiera darle lo que ella no había sabido. Cerró los ojos y, antes de perderse en la oscuridad de aquella noche de febrero, musitó: "Te querré siempre, Samantha".