lunes, 21 de octubre de 2019

Una secta socialmente aceptada

Soy un extraño. Es así. Lo pienso siempre que me encuentro entre un grupo de gente de mi generación en algún ambiente festivo. ¿Por qué?, te preguntarás, querido lector. Muy sencillo: Porque no bebo alcohol.

Desde la más tierna adolescencia en la que los jovencitos y jovencitas comienzan a divertirse agrupándose y sin la presencia de sus padres, he notado esa anomalía en mí. Y sí, desgraciadamente, se trata de una anomalía que comparto con un porcentaje ínfimo de la población. La voluntariedad de esta decisión no quita lo anómalo. Sin embargo, la suerte me ha sonreído brindándome un grupo de amigos con los que comparto esta negación hacia las bebidas espirituosas.


Con los años, casi he ido adoptando el papel de un estudioso. El de un científico que observa el comportamiento humano en situaciones de celebración. No miento: Durante años me he sentido como un agente infiltrado dentro de los círculos de personas con los que, supuestamente, debía encajar.

Lo más gracioso de este procedimiento es observar las reacciones de aquellos que descubren por primera vez mi decisión. Su gesto va de la sorpresa a la incomprensión, y tratan de buscar un motivo médico, físico o genético que justifique mi decisión. Al no encontrarlo, la mayoría se proponen (con buena fe, imagino) emborracharme. "Pues conmigo vas a probar esto", "seguro que si insistes te gusta" o "eso es que todavía no has encontrado el alcohol ideal para ti".

Hay que entenderlos, claro. Su razonamiento es sencillo: ¿Por qué iba a renunciar nadie voluntariamente a la ingesta de alcohol?

Te desinhibe, te ayuda a socializar, convierte cada noche en algo más intenso, te vuelve más divertido... Esos son sus argumentos. Por lo que entiendo, no toman el alcohol como un fin en sí mismo, sino como un medio para hacer el momento más memorable.

Pues tengo una noticia para todos ellos: Yo no lo necesito. Tengo la suficiente capacidad y confianza en mí mismo como para poder ser divertido, hablador, elocuente o lo que yo elija siendo abstemio. Puedo bailar, cantar, reírme y pasarlo bien del mismo modo que todos los demás. Con el plus de que tengo el control absoluto sobre mi cuerpo, mis impulsos y mis recuerdos.

Porque, admitámoslo, es bastante triste que se hable en la edad adulta de lo que vomitaste el pasado sábado como si fuera algo habitual.

Otro de los argumentos estrella es "desde fuera no se ve igual". ¡Ah, ahora lo entiendo! Es como una secta. Un club donde debes renunciar a tu personalidad para formar parte de él. Si estás dentro, todo cambia. Por lo visto, perder la dignidad es algo divertido si lo haces en compañía de otros. Dejas de ser consciente de pronto de la imagen tan lamentable que muestras. 

Por eso, cuando estoy de noche con algún grupo en una celebración de cualquier tipo, intento disfrutar de mis acompañantes todo lo que puedo y con cierta urgencia, antes de que, poco a poco, vayan transformándose y perdiendo la cabeza. Es bastante evidente cómo se les nubla el juicio y cómo tratan de disimularlo torpemente. Pero no pueden ocultar esa mirada perdida, esas bocas entreabiertas e imposibles de cerrar que, como un niño de teta, buscan constantemente el jugo que los mantiene vivos. Agarran torpemente el vaso que, en muchas ocasiones, acaba estrellándose contra el sueño y haciéndose añicos. Intentas relacionarte con ellos pero sabes que no eres uno de los suyos. El alcohol, cuanto más los une entre ellos, más los separa de ti.

Y no hablemos de los rasgos más oscuros de la personalidad que saca el alcohol: las inseguridades, los celos, la agresividad, la depresión...

No es sano. Tampoco divertido, al contrario de lo que muchos defienden. Por eso, desde mi humilde punto de vista me pregunto quién en su sano juicio elige eso como medio de diversión semanal habitual.

Por otro lado, no hay nada más infame que las discotecas. Sitios ruidosos con música machacona y sin ningún tipo de estímulo intelectual que incita a los que la escuchan a aparearse como mandriles. Todos sabemos que hablar en una discoteca es absolutamente imposible y todos los elementos dentro del local están pensados para que dejes tu lado más racional en la puerta.

Además, no olvidemos la precariedad que impera en todos los trabajos. Los jóvenes vamos a tardar muchos más años que nuestros padres en lograr la estabilidad económica que consiguieron ellos cuando tenían nuestra edad. Por ello, se me ocurren mil sitios donde gastar el poco dinero que tenemos (o no gastarlo) antes que invertirlo en las caras entradas al local de moda o en el elevado precio del cóctel del momento.

Vivimos en una sociedad en la que soy yo el bicho raro si decido pedirme una botella de agua o un refresco en lugar de una bebida alcohólica. Una sociedad en la que no puedo pedir lo que me apetezca sin que mis motivos sean cuestionados o sin generar por lo menos una mirada de extrañeza.

Afortunadamente, sé que no estoy solo. Sé que hay más gente como yo que ni encajamos en los cánones de diversión actual, ni falta que nos hace. ¡Abstemios del mundo, uníos!

Porque sabemos que, objetivamente, es mucho mejor estar en un local tranquilo, hablando, divirtiéndonos y nutriéndonos con una buena conversación que nos enriquezca, que en una discoteca aburriéndonos como ostras. O quizá en alguna reunión en casa, jugando a distintos juegos en grupo, o haciendo cualquier otra cosa para disfrutar de la compañía de tus amigos en perfecto control de tus facultades físicas y mentales.

Con el tiempo, nuestras amistades irán madurando y relajando sus hábitos. Hasta entonces, seguiremos siendo esa aldea irreductible de galos, esa resistencia, ese grupo de insurrectos que nos negamos a bailar el son de la música que la sociedad se empeña en tocar.


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