Muchos
hombres son unos cerdos. Eso es así. Es una realidad con la que llevamos
conviviendo mucho tiempo. El problema no es que solo sean unos cerdos, sino que
además son unos violadores, unos maltratadores y unos asesinos.
Esta es una
lucha con la que vosotras habéis tenido que lidiar durante toda vuestra
existencia, y ahora, afortunadamente, la sociedad está despertando y viendo sus
errores. La marea violeta avanza, limpiando a su paso las injusticias del
machismo tradicional imperante. Nos hemos dado cuenta de que es una lacra
social, un problema que nos afecta a todos. Y, a pesar de que vosotras sois las
que tenéis más que decir, y debéis alzar la voz de una manera clara y contundente,
os garantizo que no estáis solas en esta lucha.
Ha costado muchos
años que la sociedad entienda lo que significa ser feminista. Es algo tan
sencillo como defender la igualdad entre todos los géneros y en todos los ámbitos
de la vida. En mi opinión, en 2020 cualquiera con dos dedos de frente debería
considerarse feminista. De lo contrario, estás defendiendo un sistema podrido,
injusto, sesgado y opresor.
Las
injusticias han estado normalizadas en la sociedad muchísimo tiempo, y hasta
que no llega un avance, la gente no es consciente de todas las barbaridades que
han tenido que tragar. Me gustaría que las generaciones futuras cuando estudiasen
esta época, se refirieran a ella con admiración, satisfechos de los avances que
logramos; y no con desconcierto, preguntándose cómo pudimos consentir ese tipo
de situaciones.
Mucha gente
dirá que yo no tengo derecho a hablar de feminismo por mi condición de hombre cisgénero
blanco heterosexual. Yo no he vivido en mis carnes lo que supone pertenecer a
un colectivo ninguneado, pisoteado o marginado. Pero tengo mis convicciones y
mis ideales. No soporto las injusticias y me enseñaron de pequeño a distinguir
entre lo que está bien y lo que está mal. Tan simple como eso. La empatía me
permite ponerme en la piel de todas esas mujeres oprimidas, del mismo modo que,
sin tener hijos, puedo empatizar con una pareja que haya sentido el dolor de
perder a un hijo.
Igualmente,
no necesito ser un árbol para que me duela ver bosques quemarse, o no necesito ser
un perro o un toro para sufrir con el maltrato animal. Es fácil no ver las
injusticias cuando un sistema injusto te beneficia.
Además, tengo
la suerte de tener a mi alrededor muchas mujeres fuertes a las que quiero, que
me inspiran y que me empujan a desear un mundo mejor en el que puedan sentirse
libres, realizadas y seguras; y a aportar mi granito de arena en esta lucha
que, como digo, nos afecta a todos y a todas.
Por mi carácter
y mi forma de ser, siempre me he entendido mejor con las mujeres, con quienes
realmente podía abrirme y ser yo mismo. Las conversaciones con vosotras siempre
han sido mucho más profundas, sinceras y enriquecedoras que la superficialidad
con la que, en general, se tiende a hablar “entre tíos”. No me malinterpretéis,
tengo un puñado de buenos amigos con los que también he podido compartir mis
inquietudes y hablar con franqueza, pero suele ser más habitual encontrar la
comprensión, la empatía y el consuelo en el colectivo femenino.
De hecho,
diría que siento envidia de la unión que las mujeres tenéis entre vosotras. Esa
conexión instantánea: la sororidad, esa palabra maravillosa que ha conseguido
mover montañas. Entre los hombres no existe esa sensación de unidad ni de apoyo
incondicional. En nuestros tiempos y en según qué ambientes, siguen burlándose
de un hombre cada vez que muestra abiertamente sus sentimientos. En muchas y
terribles ocasiones, yo, como hombre, no me siento representado por mi género.
El problema
de estos hombres que impiden el avance de la sociedad, de estos cavernícolas
sin neuronas, viene desde lejos. Es cierto que, en la vida adulta, y con su
fuerza bruta, son capaces de cometer actos terribles. Pero son los mismos que
ya desde pequeños se creían con derecho a burlarse de un niño porque llevara gafas
o a ridiculizar a un alumno solo porque se supiera la lección. Por eso, la
educación desde pequeños es tan importante. Para evitar que los abusones del
colegio se conviertan en las bestias del mañana.
Lo triste es
que, no contentos con eso, el machismo se ha ido abriendo paso en las
posiciones más altas del poder y de los negocios, y costará mucho arrancarlo de
raíz. Ahí tenemos los ejemplos de Harvey Weinstein y de Plácido Domingo, que,
desde una situación de poder, intimidaban, acosaban y aterrorizaban a un montón
de mujeres, convencidos de que su posición les brindaría inmunidad. Afortunadamente,
el merecido escarnio público al que han sido sometidos disuadirá a más de uno
con las mismas intenciones.
Odio cuando,
después de destaparse algún caso de escándalo sexual, se culpabiliza a la
víctima. Ni la ropa, ni la actitud, ni nada justifican que un hombre agreda
sexualmente a una mujer. Es algo que no me entra en la cabeza.
Hay muchas
cosas que debemos cambiar, y estoy convencido de que, con la ayuda de todos, el
cambio llegará tarde o temprano, como los dichosos techos de cristal, la
equiparación de los salarios, la seguridad femenina en las calles, el machismo
en el sistema judicial, miles de micromachismos existentes o las retrógradas
medidas que toman los partidos absolutistas. Muchos se amparan en la tradición.
Defienden que hay cosas que se han hecho así durante años, y las tradiciones
son sagradas. Pero, amigos míos, si algo nos ha enseñado la historia es que hay
determinadas tradiciones que hay que erradicar. Debemos adaptarnos al signo de
nuestros tiempos, o de lo contrario seguiríamos viviendo en cuevas.
Sigamos luchando.
No estáis solas.
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